Carlos Benítez Villodres
Málaga
La Navidad es un encuentro con uno mismo. Un encuentro con nuestras propias miserias y omisiones que se quedaron pegadas, como una rémora, adheridas en alguna parte de nuestro ser interior, provocándonos ese imperceptible escalofrío que aún no logramos sacudirnos del pecho.
La Navidad es un estado de catarsis que nos enfrenta, con firmeza, con nosotros mismos, con quienes somos realmente, dejando las múltiples y variadas caretas (hipocresía, envidia, egoísmo, traición…), que hemos usado durante el año que finaliza, esparcidas sobre el suelo, entre los propósitos y las promesas no cumplidas, las sonrisas que no reflejaron un sentir real, los errores con los que machacamos a quienes aún se encuentran junto a nosotros…
La Navidad es esa copa del árbol sobre la que tejíamos los primeros sueños invencibles y tan nuestros de la infancia, en la que todo era posible, mientras la vida abría nuestros grandes ojos hacia el respeto y la generosidad, hacia la libertad solidaria y el amor universal…
“La Navidad nos recuerda que la
tarea de ser mejores hombres y
mujeres no está acabada, que no
hemos terminado con la labor de
ser mejores cristianos, que no hemos
completado la faena de construir un
mundo mejor, más justo y más humano,
que el Evangelio está por estrenarse…”
Con el Nacimiento de Cristo, los cristianos celebramos la principal intervención de Dios en nuestra historia. Celebramos que Dios haya querido encarnarse, en un Niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre, para quedarse por siempre en / con nosotros. Por ello, jamás debería dejarnos indiferentes esta época de reflexión y enmienda y esperanza, la cual debería ser permanente en el tiempo.
Ciertamente, el ser humano que cree en un Ser superior, que conversa con Él, desde su propio silencio, llenando sus espacios y sus horas con sus mensajes, y dejándole un sabor a tranquilidad, en cada célula y en cada latido de vida, con su Amor y su Paz…, es dichoso e impregna de gozo la vida de sus semejantes.
Esa persona que cree en un Niño pequeño que la hace grande, en un Niño frágil que la hace fuerte, en un Niño pobre que la hace rica…, en ese pequeño Niño que vuelve a nacer dentro de su corazón cada año en Navidad, el mismo que se hace presente, diariamente, en su interior…, vive entregada, por Amor, a ese Bebé, a los demás caminantes que junto a ella marchan hacia el horizonte desconocido.
Sin embargo, si ese peregrino al llegar este día, esta fecha, esta época que nos espera cada año a la vuelta del calendario, no ha sonreído de verdad, no ha compartido con sinceridad, no ha hecho crecer sus habilidades, no ha dedicado algún momento, en soledad, para hacer un análisis de sus actos, con el fin de tratar de retomar los propósitos y las promesas para cumplirlas esta vez y ser mejor persona…, entonces la Navidad ha perdido, para ese caminante, el sentido.
No desaprovechemos ahora, que todo parece contagiarnos de una sensación tan intensa y especial, la oportunidad de comenzar a vivir este sentimiento de Navidad en el alma, en el cuerpo, en la sonrisa, en la mirada, en cada día de nuestra vida…, con una entrega, con una ayuda, con unas ganas de valorar lo que somos en verdad para seguir aprendiendo, creciendo, superándonos, entregándonos, encontrándonos en las diferencias, compartiendo…
Evidentemente, si Dios ha querido estar con nosotros, nos corresponde a nosotros querer estar con Dios; si Dios ha querido entrar en la historia del hombre para con Él recorrerla y construirla, la memoria y celebración de la Navidad nos compromete a entrar en “la historia de Dios”, para construir la nuestra según sus pensamientos, sus criterios, sus caminos…, que no siempre son los nuestros.
La Navidad nos recuerda, pues, a los cristianos y a todo hombre y mujer de buena voluntad que el Dios, en el que creemos y esperamos, camina en una dirección y nosotros en otra. Que mientras Dios camina hacia el pesebre nosotros caminamos hacia la opulencia, que mientras Dios aparece y se aparece, entre pequeños y sencillos, nosotros buscamos la ostentación, que mientras Dios, en la Navidad, ama y dignifica todo lo humano, nosotros nos atropellamos y pisoteamos de mil maneras…
Y es que las realidades inhumanas que nos rodean, que mantienen a tantos millones de seres humanos en el mundo sin oportunidades de vivir una vida digna, contradicen el sentido, el espíritu de la Navidad, es decir, frente a las grandes verdades de nuestra fe, frente a las certezas y buenas noticias que, de parte de Dios, nos trae la Navidad, parece inútil la misión de las grandes religiones e Iglesias en el mundo, parecen pocas o nulas las buenas obras de tantos buenos hombres y mujeres diseminados por todas partes, parecen insuficientes los buenos propósitos y programas de los gobiernos de la tierra por hacer de este planeta una mejor casa para quienes la habitamos.
En cada Navidad, Dios quiere estar siempre con nosotros a pesar de nuestras violencias y miserias, a pesar de nuestras injusticias e inequidades, a pesar de nuestras mentiras y egoísmos…, para entusiasmarnos, fortalecernos, alentarnos…, en la lucha cotidiana, que ha de mejorar este mundo nuestro tan sumamente deteriorado por el propio hombre.
La Navidad nos recuerda que la tarea de ser mejores hombres y mujeres no está acabada, que no hemos terminado con la labor de ser mejores cristianos, que no hemos completado la faena de construir un mundo mejor, más justo y más humano, que el Evangelio está por estrenarse y que cada día de nuestra vida tiene sentido, si con nuestros hechos y con nuestras palabras, con nuestros comportamientos y actitudes, contribuimos para que Dios reine entre nosotros.
Entonces, pongámonos en la misma dirección de Dios y caminemos juntos por el camino que Él recorre y nos enseña en Navidad: el camino de la humanización del hombre y del mundo y del presente sin olvidarnos del pasado. Si somos capaces de combatir diariamente, desde la lealtad a Dios, para lograr dichos objetivos, la bondad enraizará fuertemente en el corazón del hombre y en el del mundo de hoy y de mañana.