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 (1ª parte)

            Hacía más de cincuenta años desde la última nevada y aquel hermoso blanco lo borró todo. El mundo ahora parecía otro, el anterior se había ido, como si no hubiese existido jamás. Desde su ventana solo podía oler el frío, pero se moría por dejar caer su rostro en ese blanco casi helado que veía por primera vez. Solo tenía diez años y creyó de verdad que el mundo anterior se había borrado y que ya no volvería jamás. Unos niños en la calle lanzaban bolas de nieve, mientras inventaban sus fantasías y mundos. Ella sabía bien qué le hacía diferente de ellos. Eran felices, ellos no tenían un monstruo que vivía en su armario.

            Lanzaron una bola de nieve a su ventana para que bajase a jugar con ellos. Por un instante olvidó su armario y salió a la puerta de la casa donde vivía, jamás pudo llamarla suya, el hombre al que llamaban su padre le recordaba una y otra vez que aquella no era su casa. Aquel blanco que lo cubría todo le hizo bajar la guardia y se atrevió a salir. De repente y sin entender todavía lo que pasaba, un seco golpe en su cabeza emborronó por un instante su vista. Por fin su cara estaba en el frío blanco, pero no era como había imaginado. La nieve se iba tiñendo de aquel color que tantas veces había visto. El rojo iba derritiendo al blanco. Su mundo no había desaparecido porque un buen día todo fuese blanco. Desde su armario el monstruo le reclamaba. Aquel hombre al que llamaban su padre la cogió como a un muñeco deshilachado e inservible y la siguió golpeando en casa.

            Eran las tres de la madrugada y volvía a estar despierta como cada noche. Ya conocía aquellas pesadillas. Empezaron cuando tenía unos treinta años, pero en los últimos meses se estaban repitiendo demasiado a menudo. La nieve, diez años, todo apuntaba a algún recuerdo reprimido.

            Casi se le para el corazón al oír el estridente sonido que salía de su teléfono móvil. Al otro lado la voz que tanto odiaba oír, y no porque odiase a la persona sino por las noticias que se veía obligada a darle.

            –Lucía siento despertarte, –aunque no sonó muy sincera, lo sentía de veras, sobre todo por la razón de la llamada–, tenemos un caso de violencia doméstica con menores, debes darte prisa.

            Lucía se había especializado en la ayuda a menores víctimas de abusos, como si sanando todas las heridas del mundo sanasen las suyas. En estos casos la policía solía llevar a los menores a un centro para su protección, mientras un juez decidía y ahí es donde Lucia procuraba su magia. Nunca olvidaría ese día, encontró una niña con la que se sentía muy identificada. Su semblante lleno de una serenidad impostada era transparente para ella, sabía muy bien que algunos niños a los que se les fuerza a madurar consiguen una coraza propia de guerreros. Algunas cicatrices antiguas mostraban que luchó en primera línea de batalla. Ni siquiera era consciente de ser una niña. A sus diez años nadie le dijo a sus padres que Aícul era una niña superdotada, para ellos tan solo se trataba de una niña rara.

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            Lucía se sentó junto a ella sin decir nada y Aícul absorta en su libreta no mostró ni el más mínimo interés. Su mundo estaba lleno de adultos a los que no entendía y ya no trataba de entenderlos.

            Lucía observó que la libreta estaba llena de frases escritas con una letra equilibrada digna del estudio de un grafólogo.

            –Hola Aícul, me llamo Lucía –por fin se decidió.

            Como era de esperar la ignoró.

            –¿Puedo leer lo que escribes? –preguntó Lucía esperando un no rotundo, pero para su sorpresa Aícul extendió el brazo y se la ofreció sin decir palabra.

            Lucía leyó:

            Luces sin cuerpos, voces sin ojos, sueños de un lugar escrito.

            Sed, mucha sed,  grietas de alma, el cuarteado barro de un corazón.

            Cierro los ojos para sentir mejor el dolor.

            Sueño la inocencia, no sé dónde esconderla.

            El rojo destruye mi blanco, gritos sordos, palabras ciegas, no sé dónde esconderla.

            Sé que estoy dormida aunque mis ojos estén abiertos, despiértame.

            –¿Tú has escrito esto? –preguntó Lucía a la pared, aun sabiendo que no contestaría.

            Aícul le arrebató la libreta y siguió escribiendo. Sabía que aquellas palabras no las había leído en ningún otro lugar pero tuvo una extraña sensación, como si las hubiese soñado. Por primera vez en mucho tiempo Lucía no supo que decir ni que hacer. También sabía que aquella niña tampoco esperaba nada y entonces se dio cuenta de algo que comenzó a ahogarla. Se levantó y se marchó con un extraño nudo, intentaba contener una ansiedad palpitante que amenazaba con romperla. Comenzó a temblar con las sacudidas que sentía en el pecho, el sudor se le enfriaba y sentía náuseas, creyó que moriría en ese mismo instante. Un guardia de seguridad llamó a una ambulancia. En el hospital le dijeron lo que ella ahora ya sabía cómo psicóloga, había tenido una fuerte crisis de ansiedad.

            –Ahora vas a salir del trance, lentamente quiero que sigas mis palabras voy a contar de uno a cinco, te irás sintiendo cada vez más despejada –, a pesar de estar muy alterada el doctor quería sacarla de la hipnosis lentamente–. Cuando llegue al cinco abrirás los ojos y te sentirás mejor. Uno, estas tomando consciencia de donde estás y de lo que te rodea. Dos, más consciente puedes sentir tu propio cuerpo. Tres, comienza a mover tus manos y tus pies. Cuatro, mueve todo tu cuerpo con suavidad. Cinco, abre lentamente los ojos e incorpórate –. El doctor terminó con un chasquido de sus dedos.

            Lucía debía despertarse mejor y sin embargo se echó a llorar. No estaba en el hospital al que llegó, sino en la consulta de su psicólogo. Estaba muy confusa.

            –¿Cómo he llegado aquí? –dijo Lucía.

            –Bueno, tenías visita y viniste a verme.

            –Pero… tengo que irme ya –dijo ella muy nerviosa– tengo un caso que me ocupa.

            –¿Te refieres a Aícul?

            –¿La conoce?

            –No, pero has hablado de ella durante la hipnosis, después del episodio de la nieve.

            Lucía salió corriendo sin despedirse, comenzó a tener miedo ya no era capaz de discernir entre lo real y lo que su inconsciente le mostraba.

            –¡Lucía! –gritó el doctor desde el otro extremo del pasillo– debemos hablar, no puede seguir así.

CONTINUARÁ…

Manuel Salcedo

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