LA ÚNICA CERTEZA DE HAMLET

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Estaba dudando hamletianamente entre escribir un artículo sobre los efectos secundarios —a los que bien podríamos llamar daños colaterales, recurriendo al eufemismo pergeñado por el ejército de los Estados Unidos para referirse a ustedes ya saben qué—  de las vacunas, o sobre la cuarta o quinta ola de contagios (¿por cuál vamos?), o quizá sobre las variantes brasileñas, sudafricanas, indias y de la ONU entera del virus, o sobre el miedo al enquistamiento de la paralización de una economía como la nuestra basada en el turismo (especialmente en las islas), pero justo cuando iba a decidirme ha sonado mi móvil y tras rechazar cambiar de compañía eléctrica por enésima vez me he acordado de todos aquellos que piensan que junto con las vacunas nos inoculan un microchip o engendro tecnológico similar para espiar nuestros movimientos e incluso nuestros más inconfesables devaneos en internet. Ya entienden por qué me ha venido a la cabeza semejante teoría conspiranoica cuando miraba el móvil, ¿verdad? Había pensado en explayarme un poco con el tema de que el circuito integrado espía ya lo llevamos todos encima desde hace bastantes años, y por voluntad propia..

No obstante, al final he desechado la idea porque no me apetecía recordar que durante los ochenta cometí el pecado de bailar al ritmo de Bosé, espero no me lo tengan en cuenta. Por eso mi mente ha vuelto a la cuestión de la inmunización frente al coronavirus, concretamente al hecho de  si es ético o no que por cuestiones políticas, puesto que no me las imagino de otra índole, nos priven a los que ya hemos sido vacunados con una dosis de Astra Zeneca de la segunda en contra de todos los criterios científicos y el de los vacunólogos (especie esta de médicos de la cual antes de la pandemia ni conocía su existencia. Nunca te acostarás sin saber una cosa más, decía mi abuela). Aquí al menos he podido responderme a mí mismo sin vacilaciones que no lo es, aunque ignoro si resulta de alguna utilidad haber llegado a esta conclusión.

Por cierto y al hilo de las segundas dosis, ¿viene la mitad del microchip en la primera dosis y la otra mitad en la posterior? Si es así, yo exijo mi segunda mitad. Nunca me gustó quedarme a medias en ningún sentido. Siempre hay que intentar llegar al clímax de las cosas.

Y luego me ha dado por pensar en los rusos, cosa que me sucede con relativa frecuencia desde que cuando tenía veinte años quedé traumatizado tras leer “Crimen y castigo”. Concretamente, he meditado sobre si es ético o no (quizá debería pedir hora con mi psiquiatra por esta manía de la ética) aceptar la vacuna Sputnik rusa teniendo en cuenta que para ser los primeros en fabricarla se saltaron todos los protocolos científicos y sí, éticos también. No hay como mirar para otro lado cuando la necesidad apremia. Debo confesar que en este tema no he llegado a una respuesta clara, me debato entre la moral deontológica y la utilitarista. Ser o no ser.

También me resulta llamativo el nombre con el que Putin y sus allegados han bautizado a su vacuna: Sputnik. El primer satélite puesto en órbita por el ser humano fue un maravilloso logro de la ingeniería… que se utilizó inmediatamente como arma propagandística en la carrera espacial, uno de los principales tentáculos del Kraken de la guerra fría. Y si algo queda claro es que ahora se utiliza esa nomenclatura para idénticos fines. ¡Qué no casualidad!

 De hecho y para añadir la guinda al pastel de mi indecisión, acabo de leer un artículo en la prensa que nos avisa sobre otra pandemia que al parecer también se extiende por el aire: la de los microplásticos. Resulta que en un año 140.000 toneladas de restos de neumáticos llegan flotando en la atmósfera hasta el mar (y nuestros pulmones). Aparte de tos, me ha dado escalofríos, porque contra semejante pandemia no hay vacuna que valga. La actualidad no da tregua, del mismo modo que nosotros no damos tregua a nuestro cada vez más pequeño y sufrido planeta. ¡Cuántas cosas tenemos que cambiar para que nuestra descendencia disfrute de un futuro sano y sostenible! Ríase usted de las tareas que debía afrontar Hércules.

 Llegados a este punto me he dicho: ¡para de divagar! Los lectores esperan un artículo canónico, con su introducción, su desarrollo y un desenlace coherente.

 Pero me temo que no he sido capaz de lograrlo, y el único desenlace que se me ha ocurrido es este: quizá en el fondo solo haya que cambiar una cosa para que nuestra generación deje este mundo mejor que como lo encontró,  y es nuestra manera de educar. Al fin y al cabo, ni siquiera el coronavirus es más contagioso que la palabra. Hagamos entonces que las palabras  que transmitimos a nuestros jóvenes sean lo más constructivas posibles y que vayan acompañadas de hechos que las refrenden. Es el único camino. De esto no tengo la menor duda…

Javier Serra

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