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Su llanto era inconsolable, pataleaba y escupía la comida, nadie podía consolarla, en ese momento llegó su mamá, tan solo había salido un instante. Estrechó a su bebé entre sus tiernos brazos y el llanto cesó, su tierna piel podía sentir a su madre, buscó su pecho y ella la amamantó con todo el amor del mundo, mientras le cantaba: “Duérmete niña, mi pajarito que cantas en la laguna”. Mientras miraba a los ojos de su niña, se preguntaba, si al hacerse mayor, la querría tanto como ella la estaba amando.

El ineludible tiempo pasó. La vida le había dado la vuelta a todo. Lo que eran las familias antes, ahora eran algo distinto. Los valores habían cambiado, los principios se habían mudado. El mundo había cambiado. Muchas de las cosas habían mejorado, pero otras no. Cuarenta años más tarde en una de tantas residencias de ancianos, ahora la bebé era la mamá y la mamá era la bebé.

–Lo siento pero le hemos elevado el tratamiento, por eso quizás la vean un poco más ausente –le dijo el médico de la residencia a sus hijos–. No deja de llorar, a veces grita, patalea, escupe la comida e incomoda a otros ancianos y desde hace algunos días hemos tenido que ponerle pañales.

Los hijos comprendieron sin rechistar, aquello no era propio de mamá, “hagan lo que tengan que hacer, debe comportarse bien, que ya no es una niña”

–Qué vergüenza he pasado –dijo aquella que fuera bebé a sus hermanos–, que egoísta después que le hemos buscado la mejor residencia.

Cada día es el mismo ritual. Después de que los empleados, que no dejan de ser unos desconocidos para ella, le cambian el pañal, ella llora cada vez. Le dan de comer bruscamente y para que no moleste, la obligan a tragar pastillas innecesarias que la atontan. La dejan caer sobre una silla de ruedas y la ponen frente a una televisión junto a otros tantos, todos aletargados. Después muy temprano la encierran en su fría y solitaria habitación. Y entonces llega su momento, no puede impedir que se le cuelen algunos recuerdos. Recuerda cuando ella cuidó de sus hijos, les daba de comer con canciones, los bañaba y jugaba con ellos y al acostarlos les contaba hermosas historias. Cuando estuvieron enfermos dormía con ellos, cuando les cambiaba sus pañales los acariciaba y besaba. Recordó como tubo al mismo tiempo que cuidar de su madre anciana, como a una niña más, pero con todo su cariño la hizo sentir amada hasta el último día. También cuidó a su suegra, con todo el respeto del mundo a pesar del rechazo y aun siendo ya mayor, cuidó con tanto cariño a sus nietos como a sus propios hijos. Pero el abuelo murió, ella entristeció, envejeció y enfermó de tal manera que ya no podía ayudar a nadie, ya no era útil, de modo que sus frías carnes acabaron en una residencia, donde ahora a ella la malcuidaban unos desconocidos.

Ya hacía mucho tiempo que no los veía, pero después de regañarla, sus hijos habían marchado y a ella la habían encerrado en su tibia habitación desde media tarde. Como cada día, esperaba durante horas en el borde del camastro, a que la tarde descendiera sobre el horizonte y verla desaparecer a través del velo que cubría su vieja retina. Inquieta esperaba hasta que llegase ese momento. Porque alrededor del ocaso se reunían todas las imágenes que aun retenía de su pasado robado a un Alzheimer galopante. Aquel instante era mágico. Venían a verla los que ya no están entre nosotros. Casi no recordaba el rostro de su madre aunque venía cada tarde, ataviada con vestidos del pasado. Su padre la miraba distante como el pasado, pero orgulloso. Sus abuelos, los primos que murieron. Su hermano que murió tan solo un año atrás, acariciaba su mejilla. Y su esposo le cogía de la mano. Es paradójico, pero a los vivos los veía bien poco y a sus desaparecidos cada noche. No le daba miedo la soledad, le daba miedo el olvido, el abandono, echar de menos el amor de los suyos. Echaba de menos a sus nietos y a sus hijos cuando eran pequeños, los adultos en que se convirtieron eran más bien insoportables. Aunque ella los excusa diciéndose que tan solo es una vieja que molesta en casa y ellos son jóvenes que tienen que disfrutar de la vida. Y mientras limpia su llanto se dice: “Esta lagrima es mía y solo yo la veré”

Existen lugares, donde viven nuestros ancianos, que son muy bellos, otros son auténticas pesadillas, pero en cualquiera de los lugares hay algo que se les priva, vivir junto a los que más aman y la libertad por la que tanto han luchado. También es cierto que existen casos prohibitivos, ancianos sin hijos o con un hijo en prisión, o hasta casos de hijos discapacitados física o intelectualmente y otras situaciones como estas que lo impiden. Pero sinceramente esas son las menos, la mayoría tienen inconvenientes de comodidad diaria. ¿En qué momento dejaron de escuchar al corazón? ¿En qué momento la voz de un escaparate fue más alta que la voz de nuestro interior? Pero después de hacer todo aquello que podemos hacer sin el “estorbo de los ancianos”, todavía queda un vacío en nuestras almas. Uno que siempre se había llenado con la familia y eso no lo dice ningún anuncio publicitario ni ningún gobierno.

–Mamá, me pidieron en la escuela, que escribiese una redacción sobre alguien que me haya inspirado –dijo la jovencita.

–Muy bien y ¿sobre quién has escrito?

–Sobre la abuela.

–¿Ah sí? Y en que te puede haber inspirado la abuela.

–No puedo decírtelo, tengo que leerla delante de ella, así que este fin de semana tenemos que ir a verla a ser posible todos juntos.

–Pero sabes que teníamos otros planes.

–Es más importante esto que esos planes –dijo la niña.

Fue todo un quebradero de cabeza, pero finalmente consiguió que todos como familia fuesen, incluso sus tíos y primos. Sin casi darse cuenta habían hecho algo que no estaba planificado, pero que incluía a la familia y todos empezaron a sentir algo diferente, algo que en realidad los estaba llenando.

–Abuela, lo siento pero la niña ha insistido mucho en leerte una redacción que nadie sabe de qué va, pero al parecer habla de ti, así que aquí nos tienes.

La abuelita poco le importaba él porqué, solo sabía que aquello parecía un sueño y entonces su nieta empezó a leer.

<<Hubo una época en la que las canas se consideraban una corona, pero al parecer ya hace mucho de eso. No sé cuándo dejamos de ver la verdadera belleza, quizá cuando algunos con un altavoz muy grande lo decidieron. Es muy triste ver a ancianos postrados sin sentir el cariño de los suyos, sois guerreros y guerreras de la vida, soldados olvidados que luchasteis para que vuestros hijos y nietos viviéramos nuestras libertades, muchas de las que vosotros ni soñasteis en vivir jamás. Sois nuestra sangre olvidada. Pero no os importa, tan solo queréis lo mejor para nosotros. Abuelita, echo de menos tus abrazos y tu tierna manera de jugar conmigo. Echo de menos al abuelito como tú. Mi trabajo para el colegio trata de tu vida. He recuperado fotos tuyas desde pequeña, he investigado sobre tu vida. Qué vida tan difícil, ninguno de nosotros aguantaría ni una pequeña parte, tengo que decirte que he llorado mucho al ver todo lo que has hecho por todos nosotros, y a cambio te hemos dejado aquí encerrada, en un lugar ideado para que nosotros podamos hacer nuestras vidas. Soy joven para saber mucho de la vida, pero lo suficiente para saber que yo jamás dejaré a mi madre en un lugar como este. Y sé que a ella le pesa haberlo hecho>>.

Entonces la niña entre llantos abrazó a su abuela y con voz temblorosa le dijo, “te quiero abuelita, mi pajarito que cantas en la laguna”. Cuando su hija la oyó, recordó su canción de cuna. Se tiró a sus brazos y lloraron juntas.

El silencio solo lo pudieron romper, como no podía ser de otra manera, los llantos callados de corazones engañados por un sistema, que lo último en lo que piensa es en la familia.

Manuel Salcedo Gálvez

0 thoughts on “La sangre olvidada

  1. Es la triste realidad de los ancianos “abandonados” en una residencia y olvidados por su familia. Lo dieron todo… y no tienen ni la migaja de una visita de sus hijos.

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