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Voy caminando por la acera, cargada de bolsas de supermercado en ambas manos. Siempre pienso que debería llevar carrito, pero lo cierto es que cuando recuerdo que hace falta algo en la casa, cosa que suele acontecer, si previamente mi vista ha ojeado un centro comercial a mano, me zambullo rápidamente, mascarilla incluida, en el local y adquiero lo necesario, sin más.

Siento que voy cargando demasiado peso en mi brazo derecho, que, por cierto, ha sufrido recientemente de tendinitis.

Suerte que queda poco para llegar al coche y descargar la compra.

A todo esto, aparecen, enfrente de mí, por la misma acera, tres muchachos adolescentes, con sus respectivos móviles y sus auriculares. Las bolsas pesan demasiado. Casi siento la necesidad de dejarlas en el suelo unos segundos antes de continuar hasta el vehículo que ya diviso.

Avanzan los tres hacia mí, sin tener en cuenta la postura forzada que me impulsa a doblarme un poco hacia adelante y a enlentecer el paso. De pronto están encima y yo casi me siento atropellada por tres gigantescas figuras desgarbadas para las que parezco ser invisible. Me aprieto contra la pared para no chocar con ellos y esto me obliga a retorcer las asas de las bolsas sobre mis dedos. El brazo derecho se resiente en ese movimiento giratorio.

¡Uf, por fin estoy libre! Ya pasó lo peor.

A cuatro pasos del coche no puedo evitar preguntarme qué pasó con la cortesía. Siempre nos enseñaban que había que ser educado y considerado con las personas mayores y vulnerables, con quienes presentaban una situación difícil, con los débiles.  Nos enseñaron a dar las gracias, a practicar una sonrisa amable, como gesto de gratitud o cordialidad, a ceder el paso, el asiento…

Me parece que soy como un asteroide a 10000 años luz de la realidad, una realidad que desencanta y aplasta, convirtiendo en invisible, por no decir en inservible, todo lo que no le resulta de inmediata utilidad, productivo o egoicamente gratificante.

La cortesía hace nuestras relaciones más cálidas, más humanas, sensibles y respetuosas, más propicias al encuentro mágico en lo que de único e irrepetible tiene cada ser.

La cortesía se relaciona con valoración y respeto porque algo existe inherente a la condición humana que demanda en esencia esa consideración.

¿Tanto nos ha hecho cambiar esta dichosa pandemia?

Tal vez recogemos la cosecha de una siembra ajena a los principios fundamentales, de una educación sin educación real, de un mundo que parece haber perdido las riendas de su propio rumbo y evolución.

No es para tanto, también podemos decirnos. Por supuesto, siempre recuerdo aquello de que no hay que tomarse la vida demasiado en serio, pues nadie va a salir vivo de ella.

No obstante, para despedirme usaré en este caso, tal vez, por puro consuelo personal, ese saludo de origen sánscrito que suele ir acompañado de una reverencia, Namasté, cuyo significado recoge toda una cosmovisión del ser humano que invita, cuando menos a reflexionar.

Namasté: lo sagrado que hay en mí reconoce y saluda lo sagrado que hay en ti.

 

    Autora: Isabel Ascensión M. Miralles 

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