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Carlos Benítez Villodres

En los países más prósperos y por ende más materialistas y consumistas, entre ellos el nuestro, se ha agudizado un fenómeno social, difícil de afrontar y evaluar por los actuales gobernantes, aunque sea positivo para el país receptor. Me refiero a las personas que legal o ilegalmente atraviesan nuestras fronteras, embaucadas por mafias-, procedentes de países hispanoamericanos y de ciertas naciones de la Unión Europea (UE). Otros arrancan de lugares situados al este de la UE, de territorios del centro y norte del continente africano, de diversas naciones de Asia… Dichos inmigrantes, que suelen venir en grupos, buscan un puesto de trabajo, que no tuvieron en sus países de origen, para vivir dignamente y con un bienestar que nunca disfrutaron. Asimismo, intentarán optimizar, en lo posible, la calidad de vida de los seres queridos que allá dejaron.

Para lograr que sus sueños se transformen en realidades, esas personas se encaminan fundamentalmente a zonas rurales o a las grandes ciudades, en donde, aunque encuentren trabajo, la mayoría vivirá desengañada, deprimida, si se le puede llamar a ese calvario… vida, porque, instante a instante, esos inmigrantes perciben una realidad cotidiana absolutamente distinta a la que ellos soñaron y esperaron hallar en “el paraíso ansiado”. Una realidad a veces violenta por el fanatismo, siempre irracional, de las fieras alimañas racistas y xenófobas. A pesar de lo expuesto, “seguirán viniendo y seguirán muriendo, dice Rosa Montero, porque la historia ha demostrado que no hay muro capaz de contener los sueños”.

A la inmigración hay que valorarla en su justa medida, tanto por los dirigentes de un determinado país como por la ciudadanía que lo habita. Valoración esta que ha de llevarse a cabo con todos los medios democráticos y dándole la prioridad que conlleva para que dicha labor favorezca, no sólo a los inmigrantes, sino al resto de la sociedad elegida por ellos para vivir de forma positiva y edificante. Solo así lograremos que las democracias funcionen dentro del marco del Estado de derecho, tanto en su sentido formal como en el inmaterial y físico.

Es evidente que el ser humano levanta muros y alambradas, como líneas fronterizas entre países, y cada día las vigila sigilosamente con el fin de que ninguna persona los atraviese, olvidando, ellos y sus superiores y sus gobernantes, que el mundo entero es nuestro hogar para vivir fraternalmente.

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