H A C E S D E L U Z, INDIFERENCIA RELIGIOSA (III)

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Durante  mucho  tiempo, se ha llegado a creer entre  los  cristianos, por  desgracia, que fuera de la  Iglesia no hay  salvación. Felizmente, el Concilio  Vaticano  II (1962 -65) nos enseñó a  aceptar  los valores presentes en  otras  religiones  y  a colaborar  con  ellas en la mejora del  mundo. Lo que nos demuestra que  Dios  es  mayor que todas  las religiones y puede revelarse a los  humanos por  caminos  inéditos  que  nosotros no podemos ni imaginar. Ahora bien, desde el enfoque  filosófico y teológico, todos los  sujetos  religiosos remiten  como a su origen, su centro y la meta de su vida, a una  “realidad” anterior y superior, trascendente al  hombre y a su  mundo, y presente en  todo  lo real,  haciéndolo existir, y en lo más íntimo  de las  personas. Por  eso san  Agustín (354 – 430), uno de los  más grandes filósofos y teólogos, hablando de Dios, decía que es “superior a lo  más  elevado de  mí  mismo y más íntimo a mí que  mi propia intimidad”, como hemos leído  en su famosa obra  “Soliloquios” (Ed.  Rialp, Madrid, 2014). y san  Pablo, de quien  soy ferviente lector, nos  enseña que no está lejos de ninguno  de nosotros, “… porque en Él  vivimos,  nos  movemos y existimos”.

Los  humanos le han  atribuído los  nombres  más  diversos,  sabiendo que  ninguno  era  capaz de describirle, pero que  gracias  a ellos podían  invocarlo y  acoger la relación entrañable  que  él  mantiene con  todos. “Los cristianos – escribe el Profesor  Martín  Velasco – le reconocemos en Jesucristo, “Dios-con-nosotros”, imagen  del  Dios  invisible, su rostro vuelto hacia nosotros, en quien nos ha revelado su  amor infinito, y nos ha donado su  mismo Espíritu, Dios-en-nosostros. Gracias  a  él reconocemos a  Jesús  como Señor, nos podemos  reconocer  como  hijos y podemos invocarle como “abba”,  nuestro Padre  del cielo”, cfr. “Evangelio 2016”, 22/05/16”.

Discúlpenme mis amables y benévolos lectores  esta  larga introducción, pero  me  veía obligado a  expresar el sentimiento  más noble que hay – según  mi criterio – en  el  corazón  humano: DIOS.  Por  ello, me cuesta  aceptar fácilmente la “indiferencia  religiosa”. Ésta, analizando la evolución de la religiosidad española entre  los  años  1970 y 1989 – fase  final del franquismo, transición democrática y gobierno socialista – se  podía comprobar  que la quinta parte de  los españoles había  emigrado supuestamente de la esfera religiosa a la esfera de la indiferencia o del ateismo, tal como expone el Profesor  Jiménez  Ortiz  en “Ante el  desafío de la increencia”,

pág. 83 (Madrid, 1998).

Sin  embargo, de los datos que manejan las estadísticas no es posible  discernir la   radicalidad de la indiferencia religiosa  que, generalmente, es  lo  más fácil. De hecho, entre los  llamados “indiferentes”, se  encuentran  verdaderos y auténticos no  creyentes, personas sin  sensibilidad  religiosa  y – con  demasiada frecuencia – creyentes  alejados de las instituciones  eclesiásticas y afectados por  crisis  de  carácter religioso. La  vida  me hace ver que la indiferencia no  supone  de por  sí el fin  absoluto  de toda  preocupación religiosa. Me parece que más bien es el confuso resultado final de un  rechazo de  toda “fe” de carácter  absoluto, es decir, abandono del  ateismo  como sistema  integral de pensamiento y acción ( Doctrina de los “Enciclopedistas: Voltaire, Diderot, Robespierre, D`Alambert, etc.), y se ignora la  fe  cristiana como sumisión incondicional a un  sistema religioso totalizante.  Es –  dice Jiménez Ortíz – nostalgia  de  libertad  frente  a las  ataduras, que  desemboca, ordinariamente, en el vacío y en la falta de compromiso (cfr. op.cit. pág. 85).  Por  ello, puede decirse que el indiferente se encuentra perdido en la superficie de la realidad; su dimensión  religiosa está plenamente bloqueada: no se pronuncia ni  a favor ni  en  contra de Dios.

Es lógico pensar que un fenómeno tan  masivo e informe, de perfiles tan confusos no es fácil  ofrecer  una clasificación estricta  por la  misma  naturaleza de  la  indiferencia. No obstante, tras una pausada lectura, nos atrevemos  a decir que hay una “Indiferencia religiosa por alejamiento progresivo”, motivada por un continuo distanciamiento de la fe. Poco a poco la persona, con dificultades  a  expresar  y compartir  su fe, se aleja de la práctica sacramental  y religiosa. Rompe su relación con la institución  eclesiástica. Los contenidos de la fe van perdiendo importancia cuando no son  comprendidos, dado el ambiente familiar y social deficiente que vive.

Se puede hablar, asimismo, de “Indiferencia religiosa por absorción psicológica”: se canalizan todas las fuerzas hacia proyectos personales que colman la vida  cotidiana sin  que  se perciba  el vacío  religioso. Esto es consecuencia de una escasa formación e  información  religiosa.

Por otra parte, también  existe  una “Indiferencia  religiosa  por compromiso” de carácter social, político, cultural. Aquí se plantea  la alternativa: la  fe  o  el  compromiso humano. Tal vez sea el resultado de la falta de significado vital de la fe, esto es, el creyente ya no percibe que la fe le aporte algo específico a su  compromiso  humano. Podemos reseñar también una “Indiferencia religiosa como salida a un  conflicto  personal. En todas las formas de increencia la biografía del individuo juega  un  papel  decisivo. Esta indiferencia aparece de forma gradual y, por lo general,  de  forma imperceptible. Un escritor actual nos dice que la indiferencia religiosa  es  aceptada  como  una “tierra de nadie”, hoy  paradójicamente muy  poblada, donde ya no hay preguntas, ni dudas, ni crisis,  ni exigencias  que  puedan  perturbar.

En cuanto a los factores que puedan originar la indiferencia religiosa, me parece – opinión sumamente subjetiva – que el clima cultural, social, económico y  político   condiciona en gran medida la respuesta positiva o  negativa a la oferta  religiosa. Como también creo que la indiferencia  religiosa  es  ante  todo una  actitud  psicológica, una  sensibilidad, pero que no se reduce a una  simple experiencia  personal. Es, asimismo, una situación social, un ambiente donde  todo  transcurre como si no  existiera la cuestión  de Dios. Ahora bien, la indiferencia personal y la indiferencia  social  están mutuamente  condicionadas. Y sigo pensando – tras una larga experiencia docente – que la “secularización” del  mundo occidental ha  sido  un  factor determinante para la  aparición de la  indiferencia religiosa.

Me permito decirles, a quienes profesan  el cristianismo, que una  Iglesia que no sirva, no sirve para nada; un cristiano que no sirva, puede estar  seguro que no vive  como  cristiano, tal como podemos entender en el Evangelio de Marcos 10,32-45.

 

Alfredo Arrebola

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