El viento de las emociones

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La leyenda contaba que todos los inviernos un extraño viento del norte llamado el viento de las emociones llegaba para enamorar, a veces hacía soñar, y hasta otras deshacía nudos emocionales que atrapaban a las personas. La leyenda contaba que ese día debías dejar tu ventana abierta para que la dulce brisa te regalase amor, consuelo o simplemente alegría. Pero ya hacía mucho tiempo de esas historias y ya nadie las creía.

En un invierno de tantos a un profesor sustituto le habían encargado una clase de alumnos problemáticos, etiquetados por un aluvión de diversos trastornos. Solo verlos pudo darse cuenta de todas las emociones que tenían retenidas y que a menudo afloraban en comportamientos poco entendidos. Pero ese día se le ocurrió algo que les podría ayudar. Se trataba de un ejercicio de autoconocimiento. Este les ayudaría a exteriorizar sus emociones aunque sin violar su intimidad. A todos les extrañó que abriese las ventanas pese al frio que hacía y pusiera delante de ellos una hoja en blanco donde debían escribir sus temores más profundos, sus inquietudes, escribir aquello que no se atrevían a decir en voz alta al mundo, sus secretos o una carta a alguien que no la leería jamás. Todo estaría a salvo porque después de escribirlo debían destruirlo nadie jamás leería aquellas palabras solo ellos mismos.

Al otro lado de la ciudad un psicólogo intentaba ayudar a una señora que sentía mucha tristeza. Había dado toda su vida por los suyos y ahora se sentía vacía, sin sentir el cariño de nadie. Su marido la dejó hacía mucho tiempo y su hijo parecía odiarla. No hay nada más triste para una madre. El psicólogo le propuso que escribiese todo lo que sentía. Le dijo que no debía preocuparse porque cuando terminase de escribir solo ella sabría lo que dice, el escrito seria destruido para que sintiera la libertad de expresar su alma y tras esto él abrió la ventana pese al frio que hacía. A ella no le extrañó tanto el ejercicio como el hecho de que abriese la ventana. Pero se propuso colaborar de modo que se le ocurrió escribir una carta que nunca leería su destinatario.

Pero el destino a veces juegas sus propias cartas. Al acabar su escrito y leerlo detenidamente, el mismo frio viento del norte al que las leyendas bautizaron como el viento de las emociones entró por la ventana he hizo volar la hoja y sus palabras a cielo abierto. El mismo viento entró por la ventana de aquel colegio donde un joven acababa de leer para si sus propias emociones. Su escrito también salió volando pero algo extraño ocurrió, en su lugar otra hoja entró por la ventana para caer sobre su pupitre. No era la misma carta que él escribió, era la carta de una señora triste que pensaba que su hijo la odiaba. El joven confuso la cogió y la leyó:

“Querido hijo, siento no haber sido la mejor madre, cuando naciste ni siquiera sabía lo que eso significaba. Seguramente debí haberte tratado con más cariño y transmitirte seguridad para que ahora no me odiaras, tendría que haberte dado más tiempo entre mis brazos, pegado a mi pecho, pero no supe hacerlo. Sin embargo de algo si estoy segura, te quiero con toda mi alma hijo mío. Sé que me culpas porque tu padre se fue de nuestro lado, pero solo espero que algún día lo entiendas. Nunca te dije lo que te quiero, nadie me enseñó a hacerlo. Siendo muy pequeño te cargue con mis problemas y me siento muy mal por ello. Nunca he tenido el valor de decirte esto pero sé que tengo la culpa de que no me quieras… pero yo nunca podré dejar de quererte. No sé si podrás perdonarme alguna vez.”

Al otro lado de la ciudad el viento de las emociones como si de un mensajero se tratase también dejó caer la carta del joven en las piernas de aquella mujer. Estaba desconcertada, su carta voló y otra en su lugar estaba en su regazo, entonces la cogió y la leyó:

“No hace falta que sea el día de la madre para escribirte estas palabras aunque no las leas jamás. No existe una impronta mayor que la que una madre deja dentro de nuestra alma. No sé si fue dios o la naturaleza, pero te dotó de un don que a veces damos por sentado, el don de la vida. Ni tú sabías lo grande que es ese don. Sé que la vida no fue amable contigo, pero aun así supiste respirar cada brizna de vida que una posguerra te permitió entre familias rotas por la guerra y el hambre, sin saber dónde dormirías o que comerías. Sin padre ni madre que te enseñara a amar. Solo aprendiste a dejarte llevar por el viento hasta que un día sin ni siquiera darte cuenta tenías un hijo. Tu joven matriz se confabulo con el universo para que hoy yo estuviera vivo y pudiera escribirte estas palabras. A una madre perfecta se le puede agradecer todo lo que hace, pero yo no se lo agradezco a una madre perfecta sino a mi madre. Sin ninguna experiencia siendo muy joven sin el apoyo de nadie, sin entender nada de lo que te estaba pasando y sin embargo sacaste adelante la vida de tu hijo, eso es lo que hace perfecta a una madre.

No he sido un buen hijo, nunca te dije que te quiero, debería haber una asignatura obligatoria que nos enseñara a amar. Te he hecho infinidad de reproches y ahora me siento muy mal, sobre todo ahora que entiendo que no solo me diste la vida poniendo en peligro la tuya, me alimentaste con tu propio cuerpo, sino que después de todo te convertiste en el lugar donde arrojar mis frustraciones, donde arrojar injustamente las culpas de lo que me fue mal, hasta ese extremo has sido de abnegada conmigo. Has estado dispuesta a sufrir el desprecio y aun así volvías a entregarte por completo una vez tras otra.

Crees que te odio pero no es así, te quiero mama. Siento mucho mis palabras de desprecio, siento no haberte abrazado, siento no haberte dicho lo que te quiero. No te culpo porque papa se marchase, yo si seguiré a tu lado”

Aquella madre supo enseguida que aquellas palabras eran las de su hijo, lloró lágrimas de consuelo al descubrir que su hijo no la odiaba y entonces recordó la leyenda que sus padres le contaron de pequeña sobre el viento de las emociones.

            No expresar nuestros sentimientos es un mal de nuestra sociedad. Eso produce frustraciones, complejos e infelicidad. Nuestra sociedad piensa que expresar los sentimientos nos hace vulnerables. Pero lo único que consigue es causar dolor en los demás sobre todo en los que queremos, que al igual que nosotros necesitan palabras de amor, de gratitud y de cualquier otra emoción. El miedo es el causante, impide que nos desnudemos, que mostremos quienes somos por dentro. Si expresáramos lo que sentimos a los que queremos nos sorprendería descubrir que nos quieren y queremos más de lo que nos imaginamos.

A veces debemos dejarnos llevar por ese viento de las emociones que nos arrastra a decir lo que sentimos. Debemos dejar abierta nuestra ventana para que ese viento de las emociones lleve nuestras palabras a otros y recibir las suyas.

Manuel Salcedo Galvez

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