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Rogelio “El Calleja” vio cómo, poco a poco, se diluía la poca concurrencia que lo había empujado a iniciar el relato, era la maldición que le perseguía últimamente cada vez que se animaba a contar un cuento.

No le hacía falta pasar por aquella vergüenza para sentirse a gusto, no precisaba espectadores, le gustaba contarse a sí mismo los cuentos que inventaba, aunque nadie le aplaudiera.

Hoy, que llegó a agrupar algo más de dos docenas de ancianos, se le habían ido dispersando hasta quedar solo dos tristes oyentes, aunque tampoco eso era cierto, porque Ramiro era sordo como una tapia y el otro, el Salvador, estaba más pendiente de las voces que escuchaba dentro de su cabeza.

Interrumpió la narración sin que ninguno de los dos se inmutara. Se levantó, recogió el pañuelo que extendió sobre el banco para sentarse.

— ¿Por qué se interrumpe en lo más interesante?

“El Calleja” se volvió, había un oyente en el que no había reparado, se azoró por haberlo dejado a mitad de relato. Era un joven de unos cuarenta y cinco años.

—Usted dispense… no sabía que estaba… no lo había visto —volvió a colocar el pañuelo, se sentó mirando hacia su mermado auditorio, con una sonrisa que pugnaba por asomar en su rostro retomó el cuento donde lo había dejado siguiéndolo hasta un final, que resultó sorprendente.

—Me encanta escucharle, pero los últimos días no lo he encontrado.

—Para hablar a las paredes me quedo en casa. Ya no hay quien se interese por los cuentos… mejorando lo presente.

— ¿Le gusta que lo escuchen?

—Podría decirle que no, pero cuando noto que alguien me escucha, algo me cosquillea por adentro.

— ¿Cómo los prepara usted? ¿Se aprende el cuento y lo recita de memoria?

— ¡Ja! Si no sé leer. Me los invento a la vez que los cuento.

Indalecio quedó estupefacto, aquella respuesta le había descolocado.

—Me está diciendo que todos los días crea un cuento como el que acaba de contar…

—No…

— ¡Ah! Ya me parecía a mí…

—Lo que quiero decirle es que todos los días me barrunto, por lo menos, dos historiejas, por eso me llaman el Calleja, una por la mañana y otra por la tarde y cuando estoy en casa de mi hijo otra más para contársela a mi nieta que la ayuda a dormir.

— ¿Cómo le dio por los cuentos?

—Vera usted, yo desde zagal estaba en lo del pastoreo, no porque me gustara, hubiera querido ir a la escuela como los otros chicos de la aldea, pero en casa precisaban lo que sacaba por pastorear, así que al monte y punto en boca. Y cuando uno se pasa todo el día con los borregos sin na que lo distraiga, tiene que rebuscar con que entretenerse, así que me puse a tallar cayados, como este —mostró el que portaba, exquisitamente tallado con motivos geométricos— pero esa ocupación dejaba a esta —señaló la cabeza— desocupada, por lo que sin darme cuenta empecé a contarme historias que iba discurriendo. Así el tiempo pasaba más deprisa, pasaba el día cavilando nuevas historias sin que nadie me molestara: solo estábamos las ovejas, el perro y yo.

— ¿Ha pensado en cobrar por contarlas?

— ¡Quite hombre! ¡Los cuento pa no aburrirme, a mí no me gusta el fútbol ni la política y d´algo tengo que hablar!

— ¿Le gustaría contar cuentos todos los días teniendo una audiencia atenta aunque algo especial?

—Si hago que alguien se entretenga…

— ¿No le importaría tener que venir cada día a una hora determinada a contar sus cuentos?

—Hombre, si me da tiempo de volver a casa para aviarme la comida. El médico me ha dicho que no debo saltarme ninguna y hacerlas como él me ha mandao. Es por la tensión… sabe usted.

—Tengo la solución, deseo que venga a contar sus historias al cottolengo que dirijo, allí tendrá un auditorio atento y respetuoso y podremos facilitarle comida y cena.

—Pero es que mis comidas deben…

—No se preocupe que disponemos de médico y nutricionista.

Indalecio logró, con su buen decir, limar todas las rebabas que las malas experiencias habían dejado en el anciano y este aceptó acercarse al asilo para conocerlo.

—Yo me arrimo allá, que me gusta p´alante, que no ca mochuelo a su olivo ¿Hecho?

—Como usted decida, Rogelio.

La visita despejó cualquier duda que pudiera albergar, allí entre ancianos desmemoriados y temblorosos, y jovencísimos niños con los ojos achinados, se encontró bien, sobre todo porque los internos le prestaban atención a sus historias.

A partir de ese día y durante los dos años siguientes no dejó de acudir ni un día, de acudir a aquel almacén de desgracias tan agradecido, llegaba sobre las diez, se sentaba a una mesa en la que había un micrófono. Al principio el aparato le violentaba, pero Indalecio le dijo que servía para que su voz llegara a todas las habitaciones y grabar los cuentos para cuando él no pudiera ir. Acabó acostumbrándose. Narraba hasta la una, paraba a comer, tras una siestecilla en un desvencijado sofá retomaba la palabra hasta las siete de la tarde en que le servían su personalísima cena, después caminito a casa. Muchas veces lo acercaba Indalecio en su coche y le hacía muchas preguntas sobre cuentos de días anteriores.

«¡Qué interés había tomado Indalecio con sus cuentos!» Pensaba el Calleja

Así estuvo hasta que una grieta en el asfalto consiguió lo que más de cuarenta años trotando por los montes de su pueblo no consiguieron: se rompió la cadera y en pocos meses se lo llevó “La Huesos”, como él la llamaba en sus cuentos.

Se fue sin aprender a leer.

Sin saber por qué Indalecio le hacía poner la huella todos los meses en aquellos papeles.

Se fue sin saber que aquellos libros tan gordos con la fotografía de Indalecio en la tapa contenían sus cuentos.

Sin saber que Indalecio, de la noche a la mañana, se convirtió en el referente nacional de los autores de cuentos.

Alberto Giménez Prieto

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