El Olimpo de las emociones

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Las leyendas cuentan de un tiempo en el que la gente adoraba a un olimpo de diosas que mantenían la vida del universo. Un mundo mágico al que llamaban el reino de las emociones. Cuatro diosas que reinaban en perfecto equilibrio. Ellas eran la felicidad, la tristeza, el miedo, y la rabia. Un día decidieron regalar sus dones a los humanos y así es como surgieron las que conocemos hoy día como las emociones humanas. Y aunque algunas de ellas han llegado a tener connotaciones negativas, en aquel entonces todas eran positivas, esenciales para el equilibrio de la vida.

Con el tiempo las diosas tuvieron hijos e hijas, criaturas estupendas que daban color a la vida y que llegaron a conocerse como sentimientos, tal y como hoy día los conocemos o quizá sea mejor decir como los desconocemos. Los sentimientos, hijos de las emociones, terminaron también por dotar nuestros corazones humanos. Un perfecto abanico de colores para la vida.

Pero un día, en aquel plácido olimpo de las emociones, hubo una rebelión entre los sentimientos, arrastrando a las diosas a una división.

Muchos sentimientos se amotinaron llevados por la euforia del odio, quien se erigió como cabeza. El odio como uno de los sentimientos más poderosos se reveló acusando a la felicidad.

–Eres una utopía inalcanzable, demasiado abnegada, –dijo el odio– nos haces sacrificar mucho, reduces nuestro orgullo y no permites que nuestro ego pueda ser grande y poderoso, nos condicionas con tu apariencia santurrona –le dijo el odio a la diosa felicidad.

–Yo solo soy el resultado de la armonía entre todas las emociones– Dijo la felicidad tratando de hacerle razonar.– La felicidad no es ser siempre feliz, sino sentir justo el momento en que lo eres.

Pero el odio consiguió convencer a muchos sentimientos para marcharse del país de las emociones. Las diosas emociones se pusieron del lado de sus hijos sentimientos y así nació lo que hoy conocemos como emociones negativas y positivas cuando siempre habían sido positivas, necesarias para la vida. Pero además consiguió dividirlas de modo que la ira, la tristeza y el miedo se marcharon junto al odio y construyeron sus templos en la Tierra.

La felicidad se quedó sola, se sentía abrumada y sin control, su poder no llegaba a los hombres y la oscuridad se cernió sobre la tierra.

El odio empezó a reinar en el mundo y desde entonces todo fueron guerras, terrorismo, masacres sin sentido, dolor y hambre. La tristeza, la ira y el miedo se descontrolaron sin el equilibrio de la felicidad. Pasaron muchos años en los que la humanidad se hundió en la oscuridad más profunda.

El mundo casi había olvidado como empezó todo cuando un jovencito al que el odio entre pueblos de diferente religión y costumbres le había arrebatado a su familia en una guerra sin sentido. Caminaba solo sin nada que comer y huyendo de la barbarie, se sentía tan débil que supo que iba a morir en cualquier momento. Todo a su paso era destrucción, casas y campos quemados. Entonces en mitad de un moribundo y perdido bosque encontró una pequeña cabaña. Aún así las fuerzas le estaban abandonando y entonces cayó al suelo al borde de la muerte.

Cuando despertó casi no recordaba lo que era dormir en una cama. Le habían lavado, curado sus heridas y le habían puesto ropa limpia. Un anciano le ofreció un plato de comida que se comió como si no hubiese un mañana. Una vez hubo terminado levantó los ojos y ni siquiera supo reaccionar, vio a una familia que pertenecía a la etnia enemiga, a los que debía odiar. Entonces sintió algo que nunca había sentido, se sintió profundamente agradecido a aquella familia y entonces le emocionó sentir algo parecido a la felicidad. Confuso trató de descubrir que era aquello que estaba sintiendo. Se suponía que debía odiar a aquella familia, pertenecían al grupo étnico al que le habían enseñado a odiar y sin embargo ahora no le pareció que fuesen tan diferentes a él.

–¿Por qué me ayudáis? ¿Porque no me odiáis? –pregunto el jovencito.

–¿Tú me odias? –dijo el anciano.

–¿Cómo podría odiarte después de lo que habéis hecho por mí?

El jovencito comenzó a hacerse infinidad de preguntas. ¿Qué pasaría si todo el mundo pudiera sentir lo que yo estoy sintiendo? ¿Qué pasaría si la tierra se inundase de gestos amables? Es cierto que odiar algunas cosas me ha protegido pero odiar a otras personas sin ninguna razón ¿de qué me protege? ¿Es realmente algo bueno odiar tanto?

–Entonces ¿porque nos odiamos las personas? –Pregunto el joven.

–Bueno, es el sentimiento que reina en el mundo. Deberías preguntárselo a él.

–Y ¿dónde puedo encontrarlo? –dijo el joven

–Construyó su templo no muy lejos de aquí si quieres te llevaré ante él.

Así hicieron, recorrieron juntos el camino hasta llegar a dicho templo. No tardó mucho en obtener audiencia con el odio, rey del mundo.

–Su majestad, necesito respuesta a algunas preguntas. –Dijo el jovencito.

–Adelante –dijo el odio.

–Estoy huyendo de una matanza en la que murió mi familia, pensé unirme a radicales y coger las armas, pensé que el odio me haría sentir mejor, pero no lo ha conseguido. Entonces de repente en mí camino encontré a este anciano, precisamente de la etnia que debo odiar, pero en vez de matarme me ayudo, sació mi hambre y mi sed y me devolvió a la vida. En ese momento sentí algo diferente, un sentimiento que nunca experimenté, agradecimiento, empatía, pude entender su dolor al mismo tiempo que el mío.

–¿Cuál es la pregunta? –Dijo el odio impaciente e irascible.

–Después de pensar mucho por el camino, he llegado a la conclusión de que el odio que he sentido siempre, no venía de mi corazón, sino de las enseñanzas que recibí de mi familia y que a mi padre le enseñó el suyo y así hasta el inicio de los tiempos. Lo que no sé es como empezó este odio. Así que la pregunta es ¿quién te hizo a ti odio? ¿Quién fue tu madre?

–Mi madre fue el miedo. Todo el odio que se extiende por el mundo nace de vuestro propio miedo. Vuestras emociones en desequilibrio dan como resultado sentimientos desmedidos. Lo que tú has sentido se llama control de tus emociones. Quizá los humanos consigáis algún día lo que las diosas no pudieron.

El joven y el anciano marcharon del templo del odio con una clara resolución, harían el bien a los demás, quizás algún día se extienda una enorme cadena de gestos amables que hagan sentir en el corazón de todos felicidad.

Sin el equilibrio de otras emociones, el miedo puede ser la emoción más poderosa y destructiva. Puede protegernos, pero cuando se rompe el equilibrio puede acabar con la vida. Todo el odio del mundo nace del miedo. Perdemos el tiempo tratando de enseñar a las nuevas generaciones a no odiar, enseñémoslas a controlar el miedo.

Manuel Salcedo

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