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Maria Vives Gomila

Institut Menorquí d’Estudis

El hombre se mueve preferentemente por la sed de poder, por la necesidad de dominio y dominio sobre el otro. Sentir que se ha alcanzado el nivel más elevado de un estatus, como me decía el jefe de la administración de una Universidad, hace años -no puedo llegar más alto- son palabras que ya me llamaron la atención en  la década de los 70, en la que no era corriente, ni tampoco ahora, escuchar estas expresiones para mostrar el grado de satisfacción de quien sentía haber alcanzado la cima de la administración del Estado.                                                  

                En una clase de Filosofía de un curso de sexto de bachillerato -deberíamos tener entre quince y dieciséis años-, el profesor pidió “cuál, creíamos, era la mayor lucha que sostenía el hombre en la vida, la máxima aspiración por la que era capaz de luchar”. Se expusieron diferentes opiniones: la riqueza, la felicidad personal, el bienestar, la seguridad, tener una familia, amar y ser amado… hasta que una alumna, tímidamente, dijo: “El hombre compite por el poder. El mayor afán del hombre es el ansia de poder, el afán de dominio sobre los demás”. Todas fuimos comprobando que ésta era la actitud predominante en cualquier ámbito de la sociedad, deseo que desgraciadamente sigue en plena vigencia a nivel social, político, económico, religioso y en cualquier estamento conocido.

                Si nos preguntáramos por la procedencia de esta necesidad de sumisión o de dominio, sea de palabra o mediante la acción, podríamos pensar en el origen de dos actitudes extremas, la pasividad y la agresividad con todas sus manifestaciones y consecuencias. Ser pasivo, tener un hijo perfecto, sumiso a las órdenes de una madre o de un padre, que seguramente satisface su orgullo -“es tan bueno/a, es un encanto, no tienes que decirle nada, hace lo que le pides”-, no siempre constituye una buena señal, ni representa una evolución saludable. A veces, este niño tan perfecto suele obedecer y no desarrollar su capacidad de pensar; no sabe hacerlo por sí mismo porque ha crecido unido a alguien que piensa por él. Se ha acostumbrado a hacer las cosas de tal modo que no puede tener una actitud crítica, porque quien piensa por él es otra persona, a la que seguramente admira  y de la que espera recibir toda la estimación y energía posibles. Estamos hablando del nacimiento de los buenos seguidores, que harán lo que digan los demás. Al aprender sólo a obedecer han puesto su capacidad de pensar en la mente de otra persona, a la que necesitan para tomar sus decisiones y de la que, sin duda, dependen.

                Una posible fantasía del niño, del adolescente, incluso del adulto pasivo, y que ha aprendido a actuarla desde niño – sería: “si hago lo que me dicen mamá, papá o los amigos, ellos me querrán o me valorarán y reconocerán”, más aún si hay hermanos y el hijo/a tiene que recuperar un espacio, todavía no logrado. Esta actitud suele estar reforzada, especialmente si su experiencia le ha permitido asegurar ese punto de vista; actitud que incrementaría la fantasía inicial de sumisión a las órdenes de otra persona y que puede acabar siendo su señal de identidad: la de someterse a la voluntad de otro.

                Esto no significa que el bebé, a partir del nacimiento, no dependa por completo de su madre o cuidador, especialmente durante los dos primeros años de vida hasta que haya aprendido a andar, hablar, controlar el esfínter, responder al afecto, etc. aprendiendo los hábitos convenientes para llegar a ser independiente.

                El bebé pasa de una dependencia inicial completa de la madre o cuidador hasta iniciar paulatinamente el camino de la independencia en todas las líneas evolutivas, de las que hablaba A. Freud en su momento: “del amamantamiento al destete y a la alimentación racional; de la incontinencia al control de esfínteres; de la irresponsabilidad hasta responsabilizarse del cuidado de su cuerpo; del egocentrismo al compañerismo, etc.”. Es preferible que haya una coincidencia entre todas las líneas del desarrollo infantil, aunque no siempre es así, ya que pueden observarse disarmonías evolutivas.                                                                     

En el otro extremo tenemos la actitud agresiva, a veces acompañada por la competitividad frente al otro. El enfado, la rabieta surgen cuando el adulto cercano no le da al niño todo lo que quiere y de forma inmediata. Podríamos hablar de no saber adaptarse a la realidad o de la falta de límites por parte del adulto. La raíz estaría vinculada a las primeras relaciones que establece el bebé con su madre. De este modo, el niño crece con el afán de dominar y competir por todo. Tiene que sobresalir y demostrar quién tiene el poder.

                Cuando el bebé capta que la madre percibe y recoge las sensaciones más angustiantes que experimenta y se las devuelve con su atención, con sus palabras, a las que acompaña del contacto corporal y emocional –según J. Corominas y Ll. Viloca-, “se establece un vínculo emocional seguro entre este bebé y su madre, que le fortalecerá ante la frustración facilitándole el proceso de simbolización y de pensamiento”. Esta integración de sensaciones y vivencias emocionales permiten la formación del Yo.

                Para que las sensaciones puedan convertirse en conceptos, en datos para ser pensados y vividos, es necesario -sostiene A. Grimalt- “que el niño haya encontrado eco en el espacio mental de su madre y esta experiencia emocional haya podido ser introyectada y representada”. Betty Joseph (Universidad de Birmingham) explica la necesidad de dominio sobre el otro al describir las siguientes características, recogidas por J. Coderch: “Incapacidad para tolerar cualquier tipo de frustración, de la que se defiende evitando la ansiedad y el conflicto interno. Una actitud extremadamente exigente, controladora y envidiosa hacia los demás”. La voracidad conduce a vaciar al otro y la envidia destruye lo bueno y lo vacía de nuevo utilizando defensas propias de la organización narcisista evitando así los sentimientos depresivos.

                Es bien conocido por los profesionales que la organización narcisista de la personalidad da lugar a características del comportamiento psicopático: “Desprecio del otro, que puede vaciar de todo lo bueno que posee para luego abandonarlo; ausencia de sentimientos de culpa por haberlo abandonado y ausencia de relaciones basadas en el cariño, en el amor”. Características que están en la base de quien tiene desmedidas ansias de poder. Estos y otros aspectos podemos observarlos también en la relación de pareja viendo el tipo de vínculo de dominio o de sumisión que pueden conducir a los extremos que todos conocemos.

                Podemos deducir fácilmente la importancia que tienen las primeras relaciones del bebé con las figuras parentales, para crecer en modelos consistentes que favorezcan el proceso de identificación, identidad y respeto hacia el otro. Sin embargo, y aún con las mejores condiciones relacionales, el niño podría rechazarlas y no responder al cariño y dedicación del entorno. Las características de personalidad también tienen su peso en el proceso evolutivo.

Coromines, J. et alt. (2008). Procesos mentales primarios. Barcelona: Grupo del libro.

Coderch, J. (2010). Psiquiatria Dinámica. Barcelona: Herder.

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