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A ciencia cierta no se sabía cuándo levantaron aquellas paredes de piedra, de la mejor cantera del lugar, de ventanas pesadas y geranios en flor al paso de la primavera. El Grano de Café formaba parte de la glorieta de La Golondrina Azul al menos desde que Doña Carlota tenía uso de razón, y de eso ya hacía ochenta y tantos años largos. Toda una vida vivida a ritmo de samba y llorada, cuando tocaba, al son de tequila y ron.

        Pasaron los hombres por sus días dejando huella unos, y otros no. Pero el que la marcó, no precisamente por amor, fue el padre de sus hijos, un toro de miura teniendo lo que hay que tener para complicarle la vida, y faltándole luego para sacar a la prole adelante.

        Recordaba su sonrisa seductora, y esa manera de decirle al oído que la quería. Y luego estaban esas manos que, en los ratos de amor, tensaba su cuerpo como las cuerdas de una guitarra.

        Todo esto le venía a la memoria con la vista fija en  El Grano de Café que, a esa hora de la mañana, de un día desapacible del mes de octubre, no tenía a nadie en la pequeña terraza a la que acudían los incondicionales del local. Tan solo las hojas de un periódico revoloteando a capricho del viento, y un gato flaco y despeluchado de tanto batallar, por el amor de cualquier gata en celo que se encontrara por el camino.

        Se apartó de la ventana y colocándose la bufanda y el abrigo, salió al aire frío del otoño acompañada de un bastón al que aún no había enseñado a caminar, porque nunca se apoyó en él para dar un solo paso, o al menos eso decía la gente del lugar. Cruzó la glorieta seguida de su bastón, sin percatarse del frenazo en seco del conductor de un furgón, para no acabar con sus días, porque los sonotones que llevaba andaban desmayados de pilas.

        En el local hacía calor no solo por la calefacción, sino también por las almas que lo llenaban. Saludó con unos buenos días al aire, que Don Federico, el señor de los prados bajos, y ganadero por derecho de braguetazo no recogió, tan ensimismado estaba con la máquina tragaperras, con la que día tras día jugaba hasta la una menos cuarto, ni un minuto más, ni uno menos.

       De una barrida localizó un asiento vacío en una de las mesas de madera recia, en donde Doña Remedios contaba por enésima vez el arroz con conejo que ese día haría para comer: «cosa improbable», pensó Doña Carlota mirando su reloj, que marcaba las doce y media. Harta ya, del mismo circulo vicioso de conversación, por el incipiente Alzheimer, que absurdamente nadie de los suyos parecía notar, se levantó con la misma soltura que el muelle de unas tijeras de podar volando por los aires, porque ella era una gran conversadora. Le gustaba hablar con la gente, y a la gente le gustaba escuchar lo que ella tenía que decir, que era mucho, por ser mucho lo vivido a lo largo de sus días, así que buscó otro rincón más ameno en el que el arroz con conejo no fuera el tema central…

… El tiempo pasa en El Grano de Café. Y el reloj de muñeca de Doña Carlota, marca las dos. No queda nadie con quien hablar de su pasado y de ese corsé, que juega con su columna al tente en pie. De la morfina para el dolor… De sus amores, y de esa guerra en azul y rojo, que ella vivió… Mañana será otro día, como el pasado y el anterior.

 

Gudea de Lagash

 

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