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Caminaba en brazos de un atardecer extraño por las calles de una ciudad también extraña para la voz de las aguas transparentes, para el lenguaje estable de la memoria y para las alas. Una ciudad que conocía muy bien que la amaba por encima del cielo remoto, por encima de la vida colmada de comprensión y de lealtad y de primaveras. Entre los viandantes, su presencia pasaba inadvertida. Si alguien se hubiera fijado en él, sólo habría percibido la imagen de un hombre sobre las olas grisáceas de un mar embravecido, de un hombre de cuya mirada fluían, como cascadas vertiginosas, reverberaciones de ideas y razonamientos de oro. En su corazón y en su mente nunca habitaron la amargura resignada, ni el conformismo, ni los frutos de mármol frío, sino los tizones siempre encendidos de la desilusión.

 

Hubo un tiempo en el que confió plenamente en ciertas personas allegadas a él, pero éstas le defraudaron hasta en la sombra que su cuerpo proyectaba. Intentó infinidad de veces compartir con ellas sus huertos y las cosechas que éstos le proporcionaban, pero la obstinación y la falsedad de esos individuos le resquebrajaron las entrañas de su psique de tanto presionarlas para beneficio exclusivo de los mismos.

 

Aquel día se sentía colgado de un hilo de sus propios deseos y desvelos. La mayoría de sus órdenes nerviosas no era cumplida por las distintas partes de su ser. No podía estar peor de lo que ya lo estaba, pero repelía, en silencio, con diligencia y coraje esas situaciones de vilezas y traiciones que le acosaban. Y, aunque le producían malestar, éstas nunca llegaron a convertirse en preocupación. Sabía, por experiencia, que eran cortinas de humo que aparecían en su camino, en su vida, pero que pronto, como tantas otras, se desvanecerían ante la evidencia de sus claridades innatas, sin farisaísmo ni cuchillos, desnudas y al aire libre.

 

Sabía que dentro de la luz se encontraban todas las maravillas que el ser humano era capaz de engendrar en sus adentros para reconciliarse consigo mismo y con los demás. Pero… ¡cuántos individuos vivían de espalda a esa facultad que palpitaba fielmente en sus dominios internos, mientras se afanaban en concentrar y dirigir sus energías íntimas para concebir y custodiar nieves y escombreras y desiertos! A partir de este “modus vivendi”, las distancias entre los hombres se acrecentaban y los fríos intensos golpeaban ferozmente a éstos hasta dejar sus brújulas enloquecidas y sus naves a la deriva. ¿A quién le corresponde, pues, explicar en qué consiste la luz? ¿Apagará la envidia al sol que reluce en medio de la luz o las tinieblas? ¿Será la vida un continuo revolotear entre fantasías y alucinaciones que consumen acciones y tiempo? ¿Por qué hay actualmente en el orbe un exceso de muerte ante el que permanecemos impasibles e impermeabilizados? Hoy nadie nos reduce a no ver nada, al contrario, nos introducen en el corazón del dolor, de la miseria, de la muerte… sin instrucciones previas. Sin embargo, nos salimos velozmente para mantenernos alejados del calvario, del suplicio humano a sabiendas de que esa postura nuestra es irracional, antinatural. ¿Por qué esa connivencia con la sinrazón propia y ajena? ¿Por qué cerramos las puertas y ventanas y corremos las cortinas de nuestro yo para que ni siquiera una espina de pena, que corroe y consume a hermanos nuestros más o menos lejanos geográficamente, se nos clave en el corazón?

 

La vida debería ser un concierto de amor en plenitud. Una música indeleble, mágica, que aglutine a los humanos para convivir en la bondad y en la fraternidad, en la comunicación y en el entendimiento… Pero, por desgracia, nunca lo ha sido ni lo es, aunque “yo sueño, tal y como refiere Robert Kennedy, con cosas que nunca fueron y digo por qué no”.

 

Carlos Benítez Villodres

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