CONVERSANDO CON OFELIA XXXVIII

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En nuestra anterior “Conversación” ya dijimos que introduciríamos “Cuatro Relatos”, los correspondientes a mis “Conversaciones con Silvia”, los Cuatro Relatos que Ofelia encintró en una de mis carpetas con artículos y poemas que publiqué hace años cuando a ella aún no la conocía, pero conocí  a Silvia. A Ofelia le encantaron, me sugirió que los publicáramos, en nuestro anterior Nº ya introdujimos el primer Relato, y ahora el 2ª de mis:

Conversaciones con Silvia.

Silvia y yo tenemos varias virtudes comunes y una es que, sin fiscalizar ni incomodar a nadie, “somos muy observadores”. Esta vez, dialogando en el carismático restaurante “Chez Bruno” (sito en el barcelonés y amplio Paseo de San Juan), ocupando una de las tantas mesitas  que tienen ubicadas  fuera del recinto, (“al aire libre” para quienes así lo prefieren cuando el tiempo acompaña), es inevitable escuchar las chácharas de otras mesas adyacentes. Desde la más próxima nos llegaba el tenso y monótono diálogo de dos interlocutores (probablemente socios), enzarzados “exclusivamente en el trabajo”, tocando todas las teclas habidas y por haber para “multiplicar sus ganancias”: reducción de personal y salarios, importar y exportar lo suyo por otras vías menos costosas, gestiones bancarias más rentables, y un caviloso etcétera financiero. Nuestra observación, como dije, era discreta. Tan enfático e intenso era el fervor crematístico de ambos contertulios para aumentar su “plusvalía” (como diría Marx) y multiplicar sus orondos haberes que ambos, dándole un triple puntapié a la ética, a la moral y la conciencia, se mancomunaron para lograrlo “¡a costa de lo que sea y caiga quien caiga!” según decían. Se nos gravó bien esta malévola frase que de tanto en tanto repetían. Estaba claro: la “acumulación de ganancia capitalista” era su imperioso y único fin que les justificaba todos los medios. Pero lo que observamos fue que de tan centrados y absortos en su encorsetada discusión, ni degustaban con satisfacción lo que consumían, ni se permitían  un mínimo compás de relajación, ni se daban cuenta de nada excepto de sus preocupantes fórmulas para dar con mayores cifras millonarias.

No tardó Silvia en decirme (“sotto voce” para que ni ellos ni nadie se enteraran):

-¿Te das cuenta, Rogelio? Llevan ya más de media hora con compulsivos razonamientos y sin un respiro, endemoniados con el alza y baja de las bolsas europeas, los bancos, las aduanas, ofertas y demandas, enfervorizados en su omnipotente dios “Don Dinero”. Bueno, allá ellos, pero… ¿No te parece que “el trabajo” en sí, solo para amontonar riqueza sobre riqueza, puede crear “adicción”, como el alcohol, el tabaco, la cocaína,  u otras cosas?

Me sorprendió y agradó su pregunta; era audaz, madura y acertada.

-Efectivamente -le secundé con visible interés, -acabas de nombrar esta específica adicción, “¡la del “trabajo”, como suprema y absoluta actividad”! Una adicción que los psicólogos conocen muy bien porque la sufren algunos “o más que algunos” de sus pacientes con sus inevitables secuelas: cansancio, estrés, desvelos, alteraciones psicosomáticas, dureza de carácter, falta de interés por los valores amables, afectivos y coloquiales de la vida, descenso de la libido; en fin, una existencia acorazada que reduce al mínimo los legítimos goces de los sentidos y de la “intimidad”, cuando no los suprime. Envejecen pronto; se atrofian. Y no hablemos de quienes la adicción les lleva a la sobredosis; empachos de trabajo que a muchos les acarreó la muerte.

Callamos unos instantes; el aromático café, en espaciados buchitos, nos deleita y entretiene. Silvia, observadora y perspicaz, interpreta mi mirada tranquila absorta en la lejanía y mi media sonrisa, y me dice en suave tono confidencial:

-Adivino lo que estás pensando… ¿A que te imaginas un hombre como estos en su vida conyugal? ¿A que te lo imaginas como un bloque de hielo que tras muchas horas de trabajo entra en su hogar nada sonriente sino con cara seria, y por todo saludo   un beso de compromiso rápido, cerebral y sin pizca de gracia, a su consorte e hijos (si los tiene), cena como si asistiera a un funeral, habla poco y casi con monosílabos? ¡Y adiós al buen humor, a la ternura y los dulces coloquios, (tú ya me entiendes)!  ¿A que te lo estabas imaginando así?

¡Vaya, vaya, vaya con la videncia de mi amiga, porque como un relámpago pasó “esa misma escena” por mi imaginación! En mi condición de Terapeuta Manual, por mi consultorio han pasado cientos de personas, unas retraídas y otras muy comunicativas. ¡Y cuántas me han confidenciado su desencanto, angustia y enojo, como la escena  que  ha descrito mi amiga!

-Pero  bueno, Silvia -le digo tras un beatífico mutis de pocos segundos, -si alguien nos hubiera escuchado creería que para nosotros el trabajo es una patología, o peor, una maldición, cuando tú y yo sabemos que no es así. Hay millones para quienes el trabajo es una parte de la vida, no el todo, y saben trabajar, por así decirlo, “divirtiéndose con lo que hacen”, como el artista entretenido y afanoso en sus colores, pinceles, dibujos, perspectivas y matices, ¡pero que en el fondo, por absorto que esté en lo que hace, su espíritu se mantiene relajado, en gozoso éxtasis, y su trabajo no le depaupera las energías, no señor, “se las renueva”, y está irradiante, festivo y asequible para todo lo demás!

Silvia así lo entiende ¡cómo no! y lo corrobora de mil amores. Seguimos charlando. Le digo que si el trabajo puede crear adicción, también lo puede crear su contrario, la “pereza”. Vacila unos segundos y decididamente me dice “sí” con la mirada. Y le explico:

-Con esto de la pereza, Silvia, me viene a la mente la frase de un filósofo chino de unos cuantos siglos antes de Cristo, del que seguramente has oído hablar, me refiero a Confucio. Dice él en sabias palabras: “La pereza camina tan lentamente, que la pobreza no ha de esforzarse mucho para alcanzarla”… ¿Qué te parece?

Le encanta; me la hace repetir; la medita; se la anota. Los dos crematísticos  socios a los que nos hemos referido se van; pagan sus consumiciones fría y mecánicamente, y como dos robots buceando sin cesar en el revuelto mar de sus proyectos, se ausentan y pierden en la lejanía. Retomamos la conversación de los “adictos al trabajo”, y  le voy desgranando a mi amiga citas que guardo en la memoria de grandes lumbreras de la Historia. Como esta de  Jesucristo: “No os inquietéis tanto con el trabajo por vuestro futuro”, etc., y  “¡bástale al día su propio afán, que el día de mañana ya traerá el suyo!”

Vamos apurando nuestro café, conscientes de que “la Vida es hermosa y divertida” si sabemos distribuir, cada día, sus 24 horas: unas para trabajar, otras para reposar,  tiempo para convivir, tiempo para el arte, la cultura, la poesía, tiempo para  intimar, tiempo para fantasear, reir, crear, y… ¡para cualquier otra filigrana, como esta  de ahora, la de  nuestro pausado instante para degustar al aire libre un aromático café, u otra golosina que se nos antoje! Precisamente de estos sencillos y cómodos instantes, aunque breves, ella y yo salimos más salerosos para bregar con nuestras respectivas ocupaciones y tareas.

Ya a punto de despedirnos, veloz como el rayo acude otra cita a mi cabeza y pugna por materializarse con palabras; yo no se lo impido porque resume muy bien nuestro ideal con respecto al trabajo. La cita es del célebre escritor y poeta alemán Víctor Blüthgen (1844-1895) que reza así: “Trabajar significa llenar la vida con un permanente contenido de alegría”. “¡Genial!”, dice ella.  Y mientras se apunta la frase me susurra divertida: “Este simpático alemán pensaba en ti y en mí cuando la escribía…”

(Continuará)

ROGELIO GARRIDO MONTAÑANA

Presidente de Honor del “Proyecto Cultural Granada Costa”