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¡Qué difícil es para la inmensa mayoría de las personas ayudar a otras sin que estas sean conscientes del apoyo que están recibiendo! Si un individuo se preocupa en trabajar para eliminar obstáculos de la vida de otro o de otros viajeros como él, para que esta sea más digna, más fructuosa, y lo primero que hace es echar las campanas al vuelo con el premeditado objetivo que la sociedad reconozca el bien que está llevando a cabo, exaltando y alabando su actuación, es un ser mediocre, acomplejado, interesado. Sin embargo, el hombre que, para realizar una acción beneficiosa sobre una persona, o sobre un grupo de personas, o sobre la sociedad, actúa desde el silencio y el anonimato, deja en el aire, en la tierra, en los corazones las fragancias inextinguibles del amor y de la paz, del respeto y de las libertades, de la solidaridad y de la armonía. Los individuos, que proceden así con sus compañeros de camino, saben perfectamente que es más fácil vivir con la sonrisa en los labios y con la voz fecunda, transparente, que con un arma en la mente o en la mano. Sonríe siempre, dice el poeta, aunque tu sonrisa sea triste, porque más triste que tu sonrisa triste, es la tristeza de no saber sonreír.

Asimismo, es fácil amar, pero difícil convivir con el hombre que lucha por sembrar en el orbe y en las personas el amor y la paz y la alegría, la libertad y la cultura, la justicia y la serenidad… Con ese hombre de cielo solar capaz de sentir en cada gota de su sangre la mirada clara de un niño, la caída de una hoja, el gozo o el llanto de las aguas, la apertura de una flor, los rayos del sol perforando las copas frondosas de los árboles… Con ese hombre que sabe que a un pueblo no se le curan las heridas ni se le salva del abismo solo con promesas. Con ese hombre que sabe que tanto la carencia como la abundancia acaban matando al ser humano.

Lamentablemente, muchas personas siempre buscan lo más fácil o lo que se halla al alcance de su mano, es decir, viven una vida cómoda y pasiva, una vida rutinaria, sin sorpresas ni sensaciones nuevas, sin compromisos auténticamente constructivos, sin solidarizarse con aquellas personas que necesitan un desarrollo sostenible para sobrevivir. En la vida de estos viajeros todo es igual. Son pesimistas por naturaleza. Piensan, si es que activan esta facultad, que una vez pasada la juventud y las primeras estaciones de la madurez viene la decadencia con sus marcas irreversibles, aunque “no hay propiamente edad de la vejez, dice Georges Clemenceau. Se es viejo cuando se empieza a actuar como viejo”. Estos individuos, que viven por vivir, no se plantean que, cuando en los cursos medio y bajo de cualquier vida no hay aguas revueltas, intrépidas, ni desbordamientos, el río de cada uno se desliza como la más espantosa monotonía, como el ir y venir de las olas de la mar. Son personas sometidas, resignadas, y el conformismo es una forma de morir lentamente. Del mismo modo, que quien embalsa las aguas de su mente, perece ahogado en ellas. Estos seres humanos que, desde que nacen hasta que mueren, arrastran una vida que solo está alumbrada por el sol de los muertos, ignoran que un hombre progresa cuando cultiva o educa óptimamente su entendimiento, que un país progresa no cuando crece económicamente, sino cuando se distribuyen de forma justa entre sus ciudadanos los beneficios obtenidos. Esta justicia, a la que me refiero, establece las pautas a seguir para lograr el progreso y el bienestar de cualquier ciudadano, de cualquier sociedad. Justicia esta que, asimismo, es una necesidad para el pueblo que anhela estos bienes desde el afán de conseguirlos y asentarlos en cada uno de los sectores que lo componen.

Carlos Benítez Villodres

Málaga

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