CAMINANDO CON JESÚS (4ª Parte) El motín de Esquilache de 1766

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El llamado motín de Esquilache de 1766, se inició en Madrid y el desencadenante fue un decreto impulsado por el secretario de Hacienda, el extranjero, Marqués de Esquilache, que pretendía reducir la criminalidad y que formaba parte de un conjunto de actuaciones de renovación urbana de la capital.

Limpiezas de calles, alumbrado público nocturno, alcantarillado-.

En concreto, la norma objeto de la protesta exigía el abandono de las capas largas y los sombreros de grandes alas, ya que estas prendas ocultaban rostros, armas y productos de contrabando.

El trasfondo del motín era una crisis de subsistencia a consecuencia de un alza muy pronunciada del precio del pan.

Motivada no solo por una serie de malas cosechas, si no, por la aplicación de un decreto de 1765 que liberalizaba el mercado de grano y eliminaba los precios máximos – los precios tasados -.

Durante el motín la casa Esquilache fue asaltada – al grito de

¡Viva el Rey, muera Esquilache!- y a continuación la multitud se dirigió hacia el palacio Real, donde la guardia tuvo que intervenir para restablecer el orden, hubo muchos heridos y cuarenta muertos.

Finalmente, Carlos III apaciguó la revuelta prometiendo la anulación del decreto, la destitución de Esquilache y el abaratamiento del precio del pan.

Sin embargo, el motín se extendió a otras ciudades y alcanzó gran virulencia en Zaragoza.

En algunos lugares, como Elche o Crevillente, los motines de subsistencia se convirtieron en revueltas anti señoriales.

En Guipúzcoa, la revuelta fue llamada” Machinada” (en vasco, revuelta de campesinos).

Todos estos motines fueron muy duramente reprimidos y el orden restablecido.

El proceso que conduce a la expulsión.

El fiscal del Consejo de Castilla Pedro Rodríguez de Campomanes, un furibundo anti jesuita, fue encargado de abrir una pesquisa secreta para averiguar quién o quienes habían sido los instigadores de los motines.

Campomanes enseguida dirigió su atención hacia los Jesuitas a partir de la evidencia de la participación de algunos de ellos en la revuelta. Así fue reuniendo material procedente de diversas provincias, obtenido, según Domínguez Ortiz, mediante la violación del correo, informes de autoridades, delaciones, confidencias de soplones recogidas con gran misterio, en las que se señalaban amistades o concomitancias de amotinados con jesuitas, frases sueltas, hablillas y chismes.

Con la documentación acumulada en la pesquisa, según Domínguez Ortiz, de tan sospechoso origen y tan escasa fuerza probatoria, que a lo sumo podía acusar a individuos aislados.

Campomanes elaboró su dictamen que presentó ante el Consejo de Castilla en enero de 1767 y en el que acusó a los jesuitas de ser los responsables de los motines, con los que pretendían cambiar la forma de gobierno.

En sus argumentos inculpatorios, según Domínguez Ortiz, recurrió también a todo el arsenal anti jesuítico elaborado en dos siglos, como la doctrina del tiranicidio, su relajada moral, su afán de poder y riquezas, sus manejos en América en referencia a las misiones jesuíticas, las querellas doctrinales…

El presidente del Consejo de Castilla, el Conde de Aranda, formó un consejo extraordinario que emitió una consulta en la que consideraba probada la acusación y proponía la expulsión de los jesuitas de España y sus Indias.

Carlos III, para tener mayor seguridad convocó un consejo o junta especial presidida por el Duque de Alba e integrada por los cuatro secretarios de Estado y del Despacho Grimaldi, Juan Gregorio de Muniain, Múzquiz y Roda, que ratificó la propuesta de expulsión y recomendó al Rey no dar explicaciones sobre los motivos de la expulsión. Tras la aprobación de Carlos III, a lo largo del mes de marzo de 1767, el Conde Aranda dispuso con el máximo secreto, todos los preparativos para proceder a la expulsión de la Compañía.

Tras la expulsión, el rey pidió la aprobación de las autoridades eclesiásticas en una carta que se envió a los 56 obispos españoles, de los que en su respuesta, solo seis se atrevieron a desaprobar la decisión y cinco no contestaron.

El resto, la gran mayoría, aprobó con más o menos entusiasmo el decreto de expulsión.

La expulsión.

El 2 de abril de 1767, las casas de los jesuitas fueron cercadas al amanecer por los soldados del rey y allí se les comunicó la orden de expulsión contenida en la Pragmática sanción de 1767 que se justificaba:

“Por gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia de mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo, usando la suprema autoridad que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto a mi corona”.

Fueron expulsados de España 2641 jesuitas y de las Indias, 2630. Los primeros fueron concentrados y embarcados en determinados puertos, siendo acogidos inicialmente, en la isla de Córcega, perteneciente entonces a la república de Génova.

Pero al año siguiente la isla cayó en poder de la Monarquía de Francia, donde la orden estaba prohibida desde 1762, lo que obligó al Papa Clemente XIII a admitirlos en los Estados Pontificios, a lo que hasta entonces se había negado.

Allí vivieron de la exigua pensión que les asignó Carlos III con el dinero obtenido de la venta de algunos de sus bienes.

Los motivos.

Gracias sobre todo al descubrimiento del documento del dictamen del fiscal Campomanes, en el que queda claro que no se trató de un problema religioso, hoy están completamente descartadas tanto la tesis liberal de que la medida fue tomada para permitir el triunfo de “las luces” sobre el “fanatismo” representado por los jesuitas, como la tesis conservadora elaborada por Menéndez y Pelayo, de que la expulsión era el fruto de la “conspiración” de Jansenistas, filósofos, parlamentos, universidades y profesores laicos contra la Compañía de Jesús.

Las razones expuestas en documento de Carlos III son múltiples: La tendencia del gobierno por hacer recaer en los jesuitas la responsabilidad del motín de Esquilache, el acoso internacional, con los ejemplos de Portugal y Francia, la discrepancia entre el absolutismo político de Carlos III por derecho divino y el populismo atribuido a los padres de la Compañía o los intereses económicos.

Los que apoyaron la tesis de Campomanes en el tratado de la Regalía de amortización, sociales enfrentamientos entre colegiales y manteístas y políticas, intento de identificar a los jesuitas con los opositores al gobierno de Carlos III, y aún las discrepancias entre las órdenes religiosas y de los Obispos con los padres de la Compañía, contribuyen a comprender, la dramática decisión del monarca, afirman Antonio Mestres y Pablo Pérez.

Estos historiadores además relacionan la expulsión con la política regalista llevada a cabo por Carlos III, aprovechando los nuevos poderes que había otorgado a la corona en los temas eclesiásticos el concordato de 1753, firmado durante el reinado de Fernando VI, y que constituiría la medida más radical de esa política, dirigida precisamente contra la orden religiosa más vinculada al papa, debido a su cuarto voto de obediencia absoluta al mismo.

Así la expulsión constituye un acto de fuerza y el símbolo del intento de control de la Iglesia española.

En ese intento, resulta evidente que los principales destinatarios del mensaje eran los regulares.

La exención de los religiosos era una constante preocupación del gobierno y procuró evitar la dependencia directa de Roma (de ahí una de las razones del episcopalismo gubernamental).

Por eso, dado que no pudo eliminar la exención, procuró colocar a españoles al frente de las principales órdenes religiosas (como dijo el Conde de Floridablanca en su instrucción reservada, había que evitar que “se elijan a los que no son gratos al soberano y si, en cambio, a los agradecidos y afectos”.

Así el Papa Francisco X, exaltado anti jesuita, al frente de los Agustinos, mientras Juan Tomás de Boxadors (1757-1777) y Baltasar Quiñones (1777-1798), fueron los generales de la orden dominicana. Por lo demás, intentaron conseguir de Roma un Vicario general para los territorios españoles, cuando el general era extranjero.

Las consecuencias

En cuanto a las temporalidades de los jesuitas, es decir, los bienes de los jesuitas, las fincas rústicas fueron vendidas en pública subasta, los templos quedaron a disposición de los Obispos y los edificios y casas se convirtieron en seminarios diocesanos, fueron cedidos a otras órdenes religiosas o mantuvieron su finalidad educativa, pues todos eran conscientes del gran vacío que la expulsión dejaba en la enseñanza.

Como sucedió con el colegio imperial de Madrid, reconvertido en los Reales estudios de San Isidro.

Según los historiadores, la expulsión de los jesuitas entrañaba un acto de profundas consecuencias.

Había que reformar los estudios y el gobierno aprovechó para modificar los planes de estudio tanto en las universidades como en los seminarios.

La mayoría de los Obispos, en aquellos lugares donde no se había cumplido el decreto de Trento, los erigieron aprovechando las casas de los jesuitas para instalarlos.

No es necesario advertir, que también en los seminarios obligó el monarca a seguir las líneas doctrinales que había impuesto en las facultades de Teología y de Cánones de las distintas universidades, regalistas fundamentalmente, pero con gran influjo Jansenista y en las que habían sido prohibidos los autores jesuitas o de su escuela. En cuanto a las consecuencias de la expulsión para la política y la cultura española ha habido interpretaciones dispares.

Algunos autores creyeron ver en esa orden real, el inicio de la expansión del espíritu ilustrado, que se veía constreñido por la poderosa acción regresiva y reaccionaria de los jesuitas.

Para otros, aparte de que se perdieran brillantes cabezas de nuestra ciencia, tampoco puede decirse que las otras órdenes religiosas, beneficiadas a corto plazo con la expulsión y con los bienes de los expulsos, fueran más abiertas y progresistas en sus planteamientos religiosos o políticos.

Además, para hacer cumplir la orden que prohibía la difusión de las perniciosas doctrinas jesuíticas, el poder real vio fortalecido su poder censor y lo aplicó desde entonces en otros temas, con lo que no hubo ningún avance en el terreno de la libertad de pensamiento.

Ignacio de Loyola -, Iñigo López de Loyola, (23 de octubre de 1491 – Roma 31 de julio de 1556), fue un militar y luego religioso español, surgido como un líder religioso durante la contrarreforma.

Su devoción a la iglesia católica se caracterizó por la obediencia absoluta al Papa. Fundador de la Compañía de Jesús, de la que fue el primer general, la misma prosperó al punto que contaba con más de mil miembros en más de cien casas, en su mayoría colegios y casas de formación, repartidas en doce provincias al momento de su muerte. Sus ejercicios espirituales, publicados en 1548, ejercieron una influencia proverbial en la espiritualidad posterior, como herramienta de discernimiento.

El metodista Jesse Lyman Hurlbut, consideró a Ignacio de Loyola como una de las personalidades más notables e influyentes del siglo XVI, la iglesia católica lo canonizó en 1622, y Pio XI, lo declaró patrono de los ejercicios espirituales en 1922.

 

Pluma de Gonzalo Lozano Curado.

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