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Era un frío día de mayo, las calles estaban mojadas. Las fachadas escupían el agua que se desplomaba sobre sus tejados, por los viejos bajantes que colgaban de canalejas ya cansadas. Solo podían verse algunas siluetas deformadas por las gotas de agua, que se deslizaban por los cristales de aquellos ventanales de hierro. Siluetas que corrían bajo el torrencial, por la vieja rambla. A aquella hermosa rambla la había bañado ya la lluvia de tres siglos. Sus adoquines todavía podían hablar de un tiempo ya pasado donde la vida fue muy distinta. A Diego le encantaba aquella sensación, le hacia evadirse de sí mismo, e inventar otro momento muy lejos de allí, sin importar en que tiempo, siempre que fuese lejos de su realidad.

Diego llevaba ya un buen rato junto a aquellos viejos ventanales que a pesar de los años todavía despedían un fuerte olor a aceite de linaza. Miraba el golpeteo de las gotas de lluvia sobre los charcos entre adoquines. Las observaba deslizarse hasta el borde del marco y desde allí caer al vacío. Mientras las veía caer se veía así mismo cayendo en un vacío inmenso y oscuro que le ahogaba, al tiempo que sentía la presión de la congoja sobre su cuello. Una congoja que vivió siempre en el silencio. Una sensación que le había acompañado desde hacía demasiado tiempo.

Diego vivía solo desde hacia años, en una vieja casa de grandes florituras dibujadas sobre papel en las paredes. Aquellos muros morían en zócalos de madera esmaltada y se alzaban hasta grandes cornisas de escayola. Techos patinados con antiguas pinturas. Aquellas paredes eran tan altas como inalcanzables. Un olor rancio se paseaba entre inmensas puertas y pesados oleos, colgados de muros que parecían vencidos por el peso. El silencio de aquella vieja casa, era cómplice de una realidad oculta.

Sus padres habían muerto en aquella casa, a su padre se lo llevó sin piedad una terrible enfermedad que no entiende de compasión. Una tuberculosis galopante que lo devoraba a cada tos que salía de aquel cuerpo moribundo.

Su madre poco tiempo después, una mujer gastada que deseo haber muerto mucho tiempo antes. Llamaba a la muerte todos los días y solo aquel día respondió. Una vida ciertamente triste llena de dolor  y angustia, atada a un destino que no supo desatar.

Él se odiaba por no sentir el suficiente dolor al pensar en sus padres. Solo expiaba su culpa con el dolor qué sentía por la única persona a la que tubo la oportunidad de querer, su pequeña hermana. Una niña dulce que murió sin las respuestas a preguntas que ni siquiera tubo tiempo de formular.

Diego cogió un retrato de colegio en el que aparecía junto a su hermana un año antes de morir, cuando tan solo tenían seis y siete años. Con sus dedos quería tocar su pelo, dejando solo huellas sobre el frío cristal. Su pelo era un racimo de uva negra, matizado y rebelde como ella misma. Mientras la miraba, se perdía en las ondulaciones que dibujaba su largo cabello al caer sobre su tierno rostro, sus labios llevaban la postura de la inocencia. Y sus ojos, tan grandes y oscuros que al mirarla le parecía estar al borde de un abismo. Sin embargo carecían de la alegría de una niña de su edad, a pesar de que sus labios se empeñaban en sonreír por cualquier cosa. Un extraño dolor e inquietud rodearía su vida a medida que abandonaba aquella imagen de niña.

Aquellas paredes habían oído mucho dolor y habían encerrado dentro el secreto de una tragedia diaria, que se había dibujado en la retina de Diego. Sin embargo ahora, por aquellas piruetas de la mente por querer salvarnos del abandono total, lo había olvidado todo por completo. Diego era incapaz de recordar ni un solo instante bajo aquellos altos techos.

Después del torrencial la lluvia se hizo tan fina que parecía caer como flotando. Para cuando llegó al final de la rambla su ropa ya estaba suficientemente empapada de libertad, respiraba profundamente llenando sus pulmones de vida a pesar de la tristeza que arrastraba tras de sí.

Para cuando iba a ponerse el sol, las nubes dejaron una abertura en el horizonte, como a propósito para dejarle ver una puesta de sol de las que solo saben dibujar los días lluviosos. Los rayos rojizos le mostraron la silueta de alguien que al parecer había estado allí casi tanto tiempo como él. Sus ropas empapadas así se lo decían. Le vio sacar una armónica y comenzó a hacerla sonar con notas de ofrenda, como si estuviera devolviéndole a alguien el regalo de aquella hermosa vista.

Aquel hombre parecía ser bastante más mayor aunque solo tuviera cincuenta y tantos. Ese pelo cano y piel morena le daban un aire de surcador de mares y aventuras, conocedor del secreto de la vida. Para aquel entonces era todo lo que puede significar la palabra aventurero. Llevaba ya tres años viajando por el mundo con una mochila pequeña y gastada con una bicicleta de grandes ruedas, que parecía haber escapado de una guerra. Venia de Francia, bajó por el pirineo Aragonés, se dirigía a Asturias y allí en un pequeño pueblecito llamado Ribadesella, sentado a orillas del mar y haciendo sonar una armónica que relucía a pesar de tener ya muchos años, encontró a un joven que estaba llorando sin llorar o al menos eso vio aquel hombre. Vio en su mirada un dolor encerrado que ocultaba al mundo, menos a aquel aventurero.

–¿Por qué estas llorando?  –le preguntó el hombre de pelo cano mientras se acercaba.

Diego lo miró extrañado, pues en su rostro no había ni una sola lagrima.

–No entiendo ¿a qué se refiere? –contestó Diego.

–Lo que yo veo es a un joven que aunque no deja llorar a sus ojos, esta cansado de llorar por dentro. –Dijo el aventurero intentando buscar sus ojos esquivos.

Hubo una larga pausa que solo se atrevían a romper las olas del mar y mil gaviotas.

–¿Cómo te llamas? –Le preguntó aquel hombre mientras daba forma a la arena sentándose a su lado, encogiendo las piernas y abrazándolas.

–Diego –dijo, y en tono desafiante continuo– dime una cosa, ¿qué sabes tú de llorar por dentro?

–Me gustaría decirte que todo –le dijo mirando al mar– pero no es tan fácil tú lo sabes bien. Déjame que te cuente algo, ¿has visto alguna vez llorar a un niño por que oyó llorar a otro cerca de él? Llora como reflejo de lo que le puede estar pasando a otro niño tan frágil como él. De alguna manera se pone en su lugar inconscientemente y sufre por él. Lamentablemente pasa el tiempo y la madurez nos quita esa hermosa cualidad. Así que creo que la clave para saber llorar por fuera mientras se lloró por dentro es no pensar demasiado en uno mismo sino sentir a los que te rodean.

Diego por fin dejó de mirar la arena, para mirar a los ojos de aquel hombre que le hablaba, que parecía poder saber lo que estaba sintiendo.

 

Manuel Salcedo

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